Por Carlos Semorile
Tal
vez la mejor manera de comenzar a hablar de Buenaventura Luna sea conociendo la
peculiar genealogía del verdadero apellido del poeta sanjuanino. Cien años
antes de su nacimiento, su tatarabuelo había llegado al entonces Virreinato del
Río de
En
Irlanda habían fracasado recientemente dos rebeliones contra el opresor inglés
(las de 1798 y 1803), y los vencidos fueron incorporados mediante leva forzosa
a las fuerzas británicas como, por ejemplo, las del célebre Regimiento 71 que
formó parte de la intentona en América del Sur. De modo que a este John
Dougherty le tocó llegar a la remota Buenos Aires bajo las órdenes de los
oficiales ingleses que ocuparon la ciudad para regocijo del “Times”: "En
este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico”.
Mientras
cosas como estas se escribían en Londres, soldados como Dougherty
estaban cuidando los intereses de su Majestad en esta parte del mundo: la
mercadería que los ingleses habían traído para vender en América, las vidas de
las familias que originalmente iban a colonizar el África del Sur y ahora lo
harían en el Río de
Mientras
el irlandés John Dougherty, ahora prisionero de los patriotas, permanecía
“internado” en la ciudad de San Juan, “
El
prisionero John Dougherty, como tantos irlandeses -católicos o no- prefirió
quedarse, y en los años que siguieron su nombre se castellanizó de John a Juan
y su apellido se acriolló como Dojorti. Nacieron entonces los hijos de Juan
Dojorti y de María Cabot, pariente del Teniente Coronel Juan Manuel Cabot,
futuro Comandante de
Casi
un siglo y medio más tarde, Buenaventura Luna retrataría ese tiempo de la
epopeya de un pueblo cuyos conductores fueron “los Belgrano, los San Martín, los Güemes, los Carreras, los O´Higgins,
los Freire, o los Manuel Rodríguez, o los Balcarce que, de un modo u otro,
hicieron posible la posterior y resultante independencia política y jurídica de
nuestras naciones”. Como se observa, la independencia económica había
quedado pendiente desde que los empréstitos rivadavianos nos entregaron
sometidos al interés británico. El “librecambio” comienza a inundar el interior
de manufactura inglesa y a llevarse nuestras materias primas en bruto y sin trabajo agregado a través
de una red ferroviaria distorsionada. La tierra que el bisabuelo de Eusebio
había comprado en Huaco, la que sus abuelos habían trabajado durante el ciclo
próspero del engorde de ganado -destinado a las minas vecinas de Chile, Bolivia
y Perú-, y en el que inclusive habían restaurado un viejo molino harinero que
atendía la demanda de varias provincias a la redonda, era la misma tierra que
languidecía cuando su padre, Ricardo Dojorti, luchaba para que el tendido de la
vía férrea los dejase “entrar en el progreso”. Don Ricardo moriría sin ver
terminadas las obras del ferrocarril a Jáchal, la ciudad que lo tuvo como su
primer intendente. Pero acaso ese destino lo amparó de un trago todavía más
amargo porque, cuando finalmente llegó, el trazado no formaba parte de una red,
sino que era una “estación terminal, casi vía muerta: el ferrocarril llevó
mercaderías baratas y Jáchal ya no tenía qué exportar, ni condiciones
competitivas con los productores del Litoral”. Su hijo, el precoz Eusebio
Dojorti, llegaría a la comprensión de que la semicolonia beneficiaba a unos pocos. Al
resto, necesariamente, los “deprimía”:
La expresión “Provincias Unidas del Sud”
es anterior a nuestra actual denominación de República Argentina, justamente
porque las provincias son anteriores a
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