Esta entrada
es apenas un “adelanto” de lo que hubiéramos querido compartir en el día que se
cumplen 100 años de la radio argentina: un audio de Buenaventura Luna hablando
por una emisora chilena, en 1952, cuya singularidad es que se trata –hasta donde
sabemos- del único registro existente de su largo trajinar por los micrófonos
de Argentina, Uruguay y Chile. Y mientras encontramos el modo de compartir
dicho audio, transcribimos el contenido del mismo:
“Viajero que llega y
pasa
con una agreste canción,
yo saludo, aquí en tu
casa,
la flor de tu corazón…”
Con la palabra más emocionada y más sincera,
y un sencillo canto campesino en el adiós, sólo procuraron suscitar un
sentimiento de respeto y veneración hacia la vieja criolledad nativa que hizo
las patrias libres que están presentes en las devociones del gaucho argentino y
del roto chileno.
“Tres figuras imponentes
formábamos aquél terno:
ella en su dolor materno,
yo con la lengua dejuera,
y el indio como una fiera
disparada del infierno…”
Prescindiendo de la belleza plástica de este
duelo tremendo y decisivo en el desierto, hay que decir que el mismo nos da la
clave precisa para la comprensión de “Martín Fierro” que es el drama de la
disolución de la familia en la sociedad pampeana del siglo pasado. Entiéndase
bien que Martín Fierro es un símbolo; símbolo de un campesino gaucho que tuvo
en su pago, en un tiempo, hijos, hacienda y mujer…
“Pero empecé a padecer,
me echaron a la frontera,
y qué iba a hallar al volver,
tan sólo hallé la tapera”.
Él, el gaucho, había ido a servir a la Patria con su sangre y con
aquel brazo incansable revoleador de lanzas, recluta de Belgrano o peoncito de
Güemes en el Alto Perú, en las campañas del Ejército del Norte.
Después de la batalla, encendió fogones en la meseta de Chacabuco, pitó del
juerte codo a codo con su hermano el roto la noche de Cancha Rayada, y por fin
y remate de sus glorias tuvo que pedir prestada una camisa para poder asistir,
aquí en Santiago, a la misa en acción de gracias por la victoria de Maipú.
Después, tiempo más tarde, le quebró la
rienda al caballo para embarrarlo en la batalla contra el indio ranquel que
amenazaba los inmensos pastoreos de los estancieros cuasi gringos de Buenos
Aires. Ése fue su delito, el único delito decisivo de su drama, entre otras
cosas, porque esta vez ya no iba a pelear bajo el mando de aquellos que,
equivocados o no y por sobre toda divergencia circunstancial, perdurarán
siempre en la emoción de argentinos y chilenos como representativos ardientes
de la Patria Vieja:
los Belgrano, los San Martín, los Güemes, los Carreras, los O´Higgins,
los Freire, o los Manuel Rodríguez, o los Balcarce que, de un modo u otro,
hicieron posible la posterior y resultante independencia política y jurídica de
nuestras naciones.
Y a los cuales sólo podemos -y sólo debemos-
contemplar ahora desde el punto de vista dichoso y feliz de las conciliaciones
nacionales e internacionales ya logradas en nuestras tierras precisamente por eso,
porque casi todos, o todos ellos, tuvieron que pedir prestada una camisa, que
vale casi tanto como decir la túnica dos veces milenaria del redentor Galileo,
para dar gracias por su victoria contra los enemigos de su vocación más alta:
la de la Libertad
en lo Político, únicamente posible por la Verdad de la Justicia en lo Social.