Por Carlos SemorileCasi al inicio mismo de “Olga y Eusebio, papeles resguardados al
rescoldo del amor”, dijimos que no podíamos brindar un rescate total de los
escritos Dojorti/Luna, pero que aún así contábamos con algunos materiales que
valían como valiosa síntesis de su pensamiento. Este que hoy compartimos es uno
de ellos, y lo transcribimos tal como aparece en aquel libro que editamos en el
año 2006:
“Una multitud de papeles
reclaman nuestra atención y todos piden ser el elegido que tenga la
responsabilidad de abrir un camino de lecturas que nos lleve hasta el último de
los escritos rescatados en esta empresa que ahora emprendemos. Todos o, mejor
dicho, casi todos son de Luna-Dojorti -algunos más Luna, otros más Dojorti-,
pero éste que finalmente escogemos nos parece que tiene la virtud de hablar de
los dos. Se trata de un fragmento inconcluso de una intervención radial;
escuchemos a...:
Luna - Esta noche es difícil para mí...: me tengo que mandar la
parte..., como dicen los buenos dialécticos de ahora. Es decir, tengo que
hablar un poco de mi mismo. Y tengo que hablar un poco de mi mismo, porque son
muchos los que me preguntan que de dónde saco yo tanta sentencia, proverbio,
refrán, copla, décima, retruécano, cantar o dicharacho como los que van pasando
por estos programas.
Si yo fuera Chésterton, respondería como su “Padre Brown”: “Para
contestar a pregunta semejante..., no tengo más remedio que escribir un
libro...”. Pero yo no soy Chésterton ni el Padre Brown..., ni tengo ganas de
escribir un libro.
Y respondo sencillamente: me apelativo Buenaventura Luna porque soy
pueblo. PUEBLO, en la más intensa y noble extensión de la palabra. No me caso
con nadie, aunque me salgan novias, porque ni sueños me engañan ni me tientan
ambiciones.
(Pero es menester que antes explique por qué
soy PUEBLO).
PUEBLO SOY, primero, por infinito,
insobornable amor al semejante; y, después, porque he sufrido la experiencia de
casi todos los oficios: he sido, elementalmente, un fugitivo...: muchacho
ladrón de frutas verdes en los huertos de mis mayores..., peoncito de hachas en
el monte de fajinas y de azadón y pala en los predios labradíos de mi padre...,
cabaierito cordator de adoboes -como dicen los chilenos-, arriero de tropillas
en Móquina, tropero de carguíos en la
Punta del Agua, Capataz de fincas en Niquivil y Capataz de
Carros en la travesía de Jáchal, aprendiz de foguista sobre los rieles de
Laguna Paiva, aprendiz de mecánico en el Arsenal de Guerra de la Nación, Maestro de Fragua
en los talleres de un inventor de filtros y alambiques en la parroquia de
Desamparados..., periodista a ratos..., revolucionario a mi modo..., peón
labrador de cebollas en las Chimbas, a las órdenes de un gallego ilustre que
siempre recordaré con cariño..., vendedor de relojes (que daban la hora cuando
Dios quería)..., mal estudiante, sacha-guitarrero y compositor de algunas
canciones, porque pienso -como Gardel- que el componer canciones es el más
elevado y noble oficio del hombre...
Desde luego, he pasado por todos estos oficios como un fugitivo y sin
hacerme un sinvergüenza, sin duda porque siempre me cautivó la rebeldía de
aquel cantor de la milonga:
“Este mundo es de mortales...,
y por más
que nos amemos,
mientras
en él nos hallemos,
ninguna
otra Ley espere:
“Vivimos
de lo que muere...,
porque si
no... no comemos...”
“Y no veo la razón
del
orgullo en que insistimos:
sin
nuestro arbitrio vinimos...,
y tengo
por cosa fuerte,
que
vivamos de la muerte...,
en el
mundo que vivimos”.
Nunca he podido llegar ni a empleado público
ni siquiera a oficinista de empresa particular. Pero lo mismo duermo a pata
suelta...
Y, desde luego, amigos, hubiera hecho gracia a Uds. de mi biografía,
si no fuera que ella se remata con mi alegría de no ser nada. Ni siquiera un
escéptico, un incrédulo aburrido. Sencillamente, PUEBLO: campesino y buen
cristiano, aunque esté bien lejos de desdeñar el sentido de la advertencia
milenaria de Confucio, según la cual “quien no ama el canto, la mujer y el
vino, es un loco ignorante de la vida”.
Me gustan las mujeres bonitas que alegran nuestras horas y nos
absuelven de la pena ordinaria de vivir, los hombres mansos y valientes porque
son leales amigos, y los caballos ligeros. Los caballos ligeros me gustan
porque me fascina el espectáculo soberbio de su carrera y porque nunca se me va
de la memoria un antiguo proverbio africano que aprendí de los morenos de
Monserrat: “Que el hombre sincero compre un caballo, y huya cuando haya dicho
la verdad”.
Toda esta razón de mis oficios fugitivos explica, amigos, varias
cosas, a saber: que mi amigo José Rocha, Director de Radio Colón, me propuso
decirlas por su cuenta. Y yo le rogué que no las dijera, porque quería decirlas
yo mismo, sin vanidades ni falsas modestias que no me logran ni me alcanzan.
“Que el alma debo tener
hecha de
ancestros gitanos...;
Que voy por la vida sin amarguras y sin reclamarle a nadie sueldos
atrasados..., como un paradójico navegante solitario de tierras
mediterráneas...,
“Que el alma debo tener
hecha de
ancestros gitanos...;
que a mí
me gusta beber
en el hueco de las manos...”
...que yo no soy más que pueblo -carne sufridora de la de abajo- y que
todo lo que digo (copla y refrán, décima o retruécano) sólo es del pueblo:
dolor de su dolor, picardía de su inocencia y canto de su eterno canto.
Por eso, podría muy bien valerme de la sexteta inmortal del Viejo
Fierro..., y decir con él:
“Yo nunca
tuve otra escuela
que una
vida desdichada.
No
estrañen si en la jugada
alguna vez
me equivoco,
pues debe
saber muy poco
aquel que
no aprendió nada”.
Pero -y aunque las tengamos en mucho- no necesitamos de muletas los
sanjuaninos. Y todavía viven, aunque ya viejos y sin vihuela, arrieros y
pastores que a mí me enseñaron cosas tales…”.