Por Carlos
Semorile
A
pedido del compañero y amigo Ricardo Acebal, escribo estas pocas líneas en las
cuales, si la fortuna me acompaña, quisiera establecer una línea de proximidad
entre las ideas de Arturo Jauretche y Eusebio Dojorti/Buenaventura Luna. Es
apenas un esbozo sin otra pretensión que la de rendir homenaje a los hombres
del Pensamiento Nacional, en especial a “San Jauretche”.
En
su Manual de zonceras argentinas,
Jauretche explicaba los mecanismos de formación de una conciencia que niega
valor a lo propio: “La idea no fue desarrollar América según América,
incorporando los elementos de la civilización moderna, enriquecer la cultura
propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece
el árbol. Se intentó crear Europa en América trasplantando el árbol y
destruyendo lo indígena, que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento
según Europa y no según América. La incomprensión de lo nuestro preexistente
como hecho cultural o mejor dicho, el entenderlo como hecho anticultural, llevó
al inevitable: todo hecho propio, por serlo, era bárbaro, y todo hecho ajeno,
por serlo, era civilizado. Civilizar, pues, consistió, en desnacionalizar…
Identificar a Europa con la civilización y a América con la barbarie, lleva
implícita y necesariamente la necesidad de negar a América para afirmar a
Europa, pues una y otra son términos opuestos: cuanto más Europa más
civilización; cuanto más América, más barbarie, de lo que resulta que progresar
no es evolucionar desde la propia naturaleza sino derogar la naturaleza para
sustituirla. De ahí nace la autodenigración, típica expresión del pensamiento
colonial”.
En
1932, luego de su enfentamiento con Federico Cantoni por el viraje conservador
del Bloquismo que se había aliado a Justo, escribe Dojorti en el Manifiesto inaugural de
Lo que quisiéramos nosotros, según el espíritu de
nuestras instituciones y de nuestras leyes, es ser europeos, artificial y
jactanciosamente europeos, en vez de eminentemente argentinos -como debemos y
tenemos la obligación de ser-. De ahí que cuidemos más el ser hospitalarios y
acogedores con las poblaciones extranjeras, cuando, en rigor de justicia, lo
que correspondería es comenzar siéndolo con la población criollo-nativa
nuestra, que, si se quiere, no acusará el grado de progreso -ese grado de
progreso extranjero que para el paisano argentino significa el hambre, el
despojo y la miseria, pero que es, sobre todas las cosas, nuestra, sangre de
nuestra sangre, o, como lo reclama la vigorosa expresión popular, “lonja del
mesmo cuero”. Esta cuestión debiera parecernos clara: aquella población
extranjera es accesoria y, por lo tanto, fácilmente evitable; la nuestra es
permanente e ineludible. Como en el adagio, “la caridad bien entendida empieza
por casa”. Por ese afán desmedido de trasplantar poblaciones extrañas, a
nuestro suelo, hemos caído en la enorme desventura de aniquilar y matar
lentamente a las poblaciones nuestras, las que -sin duda por falta de
organización- ya venían careciendo del pan que, presuntuosamente, estábamos
ofreciendo a los extraños.
En
Los
profetas del odio, Jauretche desasnaba
respecto del proceso de colonización pedagógica: “Ahora los intelectuales
procederán en su gran mayoría de las clases medias, preferentemente de origen
inmigratorio. También tendrán acceso muchos hijos de la clase principal pobre
de provincia; rota la estructura de la sociedad tradicional también parecerán
como intelectuales gentes criollas que ascienden de los estratos de la plebe,
antes incomunicados con los medios de ilustración. La ideología liberal que ya
no es patrimonio de un grupo social exclusivo se expande hacia los elementos
intelectualizados de las nuevas clases ampliando masivamente su base de
sustentación. La “colonización pedagógica” que desde la escuela derrama sus
presupuestos intelectuales y su desconexión con el país cumple con su tarea. A
medida que pasa de la simple alfabetización a la formación de intelectuales va
cumpliendo con mayor eficacia sus objetivos, conforme a la idea que ya citamos
expresa Mantovani, de la función de la enseñanza que debe extraer del pueblo
sus elementos más calificados para llevarlos a la posición dirigente. A ésta
acceden en la medida en que responden a la modelación prevista. Así la cultura,
al cambiar de asentamiento social, es un instrumento de consolidación del
sistema. El intelectual, por el hecho de serlo, se siente distinto del pueblo
de que proviene, conforme a la idea de civilización y barbarie con que lo ha
adoctrinado la colonización pedagógica que continúa operando aún más eficazmente sobre él, según se eleva en
el plano cultural. El intelectual de las nuevas extracciones ya incorporado a
las mismas premisas de la vieja “intelligentzia” se siente depositario de una
misión cultural: adecuar el país a la imagen preestablecida y que sigue siendo
de imitación para asimilar el país al modelo propuesto. Como sus predecesores
parte del supuesto de la inferioridad de lo nacional, cuya superación sólo se
logrará por la transferencia de los valores de cultura importados. En ningún
momento pensará en la posibilidad de que éste la genere. Así, por su condición
de intelectual se siente diferenciado de la multitud de donde proviene.
Desprecia toda empiria y constatación del
hecho local como posible fuente de conocimientos porque como a sus
predecesores, que lo enseñaron, lo que le interesa no es la realidad
preexistente sino la transferencia, es decir, el esmalte cultural superpuesto a
toda posibilidad original. Prácticamente adquiere ante lo nacional y popular la
actitud peyorativa del anterior intelectual de la clase principal”.
En
sus audiciones radiales, Luna también llamaba a no caer en la “falta de fe en nosotros mismos y (en) un
sentimiento de inferioridad que nos hace subalternizar siempre la propia obra a
los modelos extranjeros”:
Nosotros los argentinos, amigos que me escuchan,
constituimos un fenómeno de mala información histórica y, por ello mismo, de
pésima educación política. Nos han mentido, amigos. Nos han persuadido
maliciosamente de que nosotros, los criollos, somos indolentes y vagos: nos han
convencido de que somos ignorantes e ineptos, incapaces de vivir dentro de un
tecnicismo al que se considera superior e incapaces de asimilarnos a toda forma
de cultura.
Su
tarea, como la de don Arturo, consistía en combatir la colonización pedagógica,
y mostrar la verdadera historia del país argentino:
“Así se escribe la historia
de
nuestra tierra, paisanos:
en
los libros… con borrones,
y
con cruces en los llanos.”
Es decir, que muy posiblemente la verdad de la
historia está más en las cruces de los llanos, que en los borrones de los
libros. Que me perdonen, entonces, los intelectuales, si yo me sigo ateniendo
más a las “cruces de los llanos que a los borrones de los libros”.
Yo no soy un jurista: soy un hombre de mi
tierra y vengo de la multitud; de la multitud de ahora y de la multitud que ha
sido en todo el tiempo que abarca nuestra historia. Por eso, porque soy pueblo
(y ningún título podría honrarme más) me interesa este trabajo ingrato y duro
de andar destruyendo mentiras históricas, engaños seculares, fraudes
criminales, que todavía se empeñan en mantener como verdades irrefutables los
que conspiran -a veces sin saberlo, por mera inconciencia nomás- contra la
salud de nuestros hijos y contra la grandeza de
“A mi rancho lo quinché,
cuando
golví de la guerra.
Y
ahora decreta el juez
que
al ñudo lo trabajé,
que
ya no es mía esta tierra...”
He ahí la verdad de la historia, he ahí la verdad
del drama nacional, he ahí la verdad de la tragedia del hombre del país, del
anónimo y humilde, del nativo multitudinario en el tiempo, cuyo canto, a través
del tiempo, cobra vigencia incontrovertible porque esta verdad estaba en el
fondo de su alma. Y esa es la verdad del drama tremendo del nativo argentino:
él hizo el país y
Esta
defensa del criollo nativo como arquetipo del argentino, nos recuerda cuando
Jauretche decía: “Hay muchos “tradicionalistas” que propician el monumento al
gaucho pero se oponen al “Estatuto del Peón”. Es que una cosa es el gaucho
muerto y otra el gaucho vivo”. Y alertaba: “Abunda la gente de esta laya”. Pero
Dojorti/Luna también había visto que el futuro del país se jugaba en el ´45, y
no dudaría en explicar desde el micrófono la raigambre cultural del Movimiento Nacional:
“Silencio en
campo infinito,
y
en la asolada heredad
una
mujer con su hijito
y
el susurro de un bendito
en
la triste inmensidad.”
Hace cien años, señores intelectuales, a que es
ésta la realidad del país y yo no me dirijo a Uds. porque los considere
culpables, hablando con estricto sentido de la actualidad argentina. Uds. ya
han perdido el derecho de ser culpables, por lo mismo que durante cien años de
holganza fueron los culpables de la impotencia del criollo contra el aparato jurídico
de símil extranjero que Uds. le inventaron, y, luego de hacerlo matar por los
comisarios bravos, también fueron culpables de la viudez de la mujer argentina,
a la que Uds. han pretendido en vano -en vano, felizmente- sobornar, envenenar
y prostituir en perjuicio del país. El peronismo, señores intelectuales, es el
resultado de sus cien años de holganza aristocrática y de su desprecio por las
angustias del hombre humilde y de la mujer humilde del país. Por eso, el
peronismo -que aparentemente nace como un elemento convulsivo o revulsivo en la
vida del país- el peronismo es toda una revolución que busca en lo interno
enlazarse a las primeras, a las verdaderas, a las más hondas causas de existir
de
De
Buenaventura podría decirse lo que Jauretche dijera de Homero Manzi: “Se nos
perdió en el mundo de la noche (…) para trabajar por el país donde mejor podía
hacerlo”. En su caso, la radio; desde donde, en 1948, decía:
Yo no quiero condenar al pasado, porque no quiero
una sola sombra sobre esta alegría, tan nuestra y tan argentina, de sentir que
todo es nuestro bajo el cielo argentino: los ferrocarriles, los gasoductos, los
diques, los puertos, los teléfonos y, sobre todo, la alegría de saber de que
podemos ofrecerle al mundo un rincón de paz y una posibilidad de recobramiento
dentro de las viejas leyes filosóficas y morales: un rincón de paz y de
recobramiento, que por primera vez no está hipotecado ni sujeto a la dictadura
del oro extranjero. Un rincón de paz argentino, nuestro para un mundo que se ha
desangrado, justamente, porque fingiéndose sometido a la disciplina de un sabio
vivir, solo contempló los aspectos materiales y materialistas de la existencia.
Y todo ese trabajo inmenso de armonización, es obra de Perón (…) Hemos logrado,
finalmente, una Argentina justa, una Argentina de paz: una Argentina que,
siendo propicia al esfuerzo de todos los hombres del mundo, ha llegado también
a ser propicia al mejor anhelo de sus hijos, que no ha consistido nunca sino en
llegar a vivir con dignidad dentro de la concepción cristiana del deber, del
derecho y la justicia. Ya nos hemos recuperado. Ya somos Nación. Ya hemos
dejado de ser colonia sometida a la influencia de potencias extranjeras. Ya
somos Nación, amigos: ya somos Nación libre, efectivamente libre y soberana
ante el confuso concierto del mundo de esta hora. Es decir, que ya somos
responsables de un destino. Constituimos un país que ha alcanzado, con su
autonomía económica y política, la plenitud de todas sus potencias espirituales.
Podríamos
seguir y hablar, por ejemplo, de cuando Jauretche diferenciaba entre el
nacionalismo reaccionario (que “se parece al amor del hijo frente a la tumba
del padre”) de las posiciones nacionales (que “se parece al amor del padre
junto a la cuna del hijo”), y referirnos a cuando Dojorti hablaba de pasar de
la soberanía nacional al nacionalismo latinoamericano. Pero nos pasaríamos del
espacio asignado, y preferimos cerrar con aquella idea de Luna tan clarita (“Una forma de civilización puede derrumbarse
y se derrumba; pero la cultura no”), porque ella denuncia que el dilema no
es entre civilización y barbarie: la verdadera batalla es entre la civilización
de la oligarquía y la cultura del pueblo. No es otra cosa, creo, lo que
Jauretche nos dejó como legado.