Por Carlos
Semorile
El
lunes 7 de Octubre de 1940 comenzaba a irradiarse, desde Radio El Mundo de Buenos
Aires y para gran parte del territorio nacional, El Fogón de los Arrieros, un programa escrito por Buenaventura Luna
y animado por él mismo y por su conjunto
Es
mucho lo que se ha escrito respecto de la adhesión que logró aquella audición en
un público que, como el propio Eusebio Dojorti y sus cachorros de
En
este sentido, El Fogón de los Arrieros
fue uno de esos fenómenos culturales que suelen anticiparse a los sucesos
revolucionarios en la medida en que actúan como activos revalorizadores de la
propia cultura y, por ello mismo, despejan el camino para la toma de conciencia
de lo medular del drama nacional. Leamos cómo se despedía, el 16 de Diciembre
del ´40, ese primer año del programa:
El éxito no ha sido casual. El material básico de
Buenaventura Luna fue honradamente concebido y realizado; el gaucho, su vida y
sus andanzas, justamente enfocados, tenían la humana pureza de la sencillez y
de la verdad; se supo renunciar al éxito teatral para imponer las inquietudes y
las alegrías del paisano y todo ello en el marco de verdadero sentimiento
criollo. Así fue como El Fogón de los Arrieros se adentró a galope tendido en
el corazón de los oyentes (…) Debemos agradecer a los oyentes, el favor de su
atención y la cuantiosa correspondencia de aplauso con que nos honraron, y
también debemos pedirles disculpas si aun no se ha contestado toda esa
correspondencia y, al mismo tiempo, que nos perdonen por la renuncia
sistemática a recibir visitas durante la transmisión. Ese hermetismo se debió
al deseo de mantener el encanto imaginativo, el ensueño del oyente, que
frecuentemente suele desvanecerse después de ver la acción dentro del estudio.
Para
finalizar, tomemos un ejemplo al azar de un pequeño fragmento de aquellos
libretos que Buenaventura Luna iba “tecleando como uno obseso, y era puro mate”
que su compañera, Olga Maestre, le cebaba mientras velaba la parición nocturna
de sus trabajos:
Silenciosa y liviana, la nieve ha puesto un lienzo
blanco en las laderas serranas. Hacen los arrieros el camino que juega al
escondite y se pierde a cada rato entre los altos fantasmas de los montes,
entre el caldén y la chilca, que asoma a veces de la nieve que acalla los ecos
sonoros de la tropa. Cuestas y repechos, vueltas y más vueltas, llega por fin
el codiciado alto en el camino, el ansiado fogón, la consabida rueda de hombres
y guitarras y el esperado relato del capataz que bien puede ser un trozo de la
apasionante leyenda de Sinecio Trenzales, algunas sabrosas y concienzudas
sentencias del Tata Viejo, alguna colorida escena en los ranchos de “Ña
Bailona,
¿Hace cuánto que los oídos de los oyentes no son tratados con la delicada sonoridad que su atención merece? El libretista va depositando -melodioso, armónico- palabras que requieren, pero a la vez crean, un cierto tipo de oyente -refinado, sutil-, y la escucha se vuelve atenta a la espera -podría decirse que a la “pesca”- de la próxima perla que está por cruzar el éter. ¡Qué lujo! Años febriles de la radiotelefonía argentina: ¿se llega a valorar lo que tuvo entre manos, lo que ella misma propaló con tan intensa dignidad para el escucha? Aquel oyente-cazador posiblemente se haya perdido en el tiempo, huérfano de las palabras que, con su poder y su magia, lo invitaban a celebrar su propia cultura nacional.