Por
Carlos Semorile
El que sigue es el relato de un par de encuentros
con adolescentes jachalleros y huaqueños donde se debatió el tema de las
tradiciones. La narración, pese a que cuenta con alguna que otra conclusión
entre comillas, está fatalmente incompleta, pues para “cerrarse” -y nuevamente
abrirse a la polémica, como en una espiral- necesita que entre todos examinemos
qué significa contar con un legado cultural, cómo dialogamos con él y de qué
modo discutimos nuestra identidad en medio de un formidable proceso de cambios.
En
noviembre de 2008 viajamos a Jáchal y a Huaco para presentar “El Canto Perdido
y Los Manseros del Tulum -Buenaventura Luna y el Canto en las Tradiciones
Populares Argentinas-” en el marco de la Fiesta de la Tradición Jachallera.
Como siempre que vamos allí, nos movimos mucho pues, por debajo de su
apariencia aldeana, toda Jáchal es un hervidero de inquietudes y movidas
culturales permanentes. En esa ocasión, por ejemplo, los profesores y alumnos
de la Escuela
Agrotécnica de Huaco organizaron un encuentro con sus pares
de Tudcum, y ese viaje terminó significando la primera presentación de un libro
en aquella localidad cordillerana. Un par de días más tarde, siempre junto a
Hebe Almeida y José Casas, tuvimos una conversación con los jóvenes de la Escuela Agrotécnica
de Jáchal. Durante la misma, se generó un interesante debate entre los propios
alumnos respecto de qué significaba para ellos “vivir la tradición”. La
discusión tenía algo de urgido, sobre todo teniendo en cuenta que estábamos en
pleno desarrollo de la Fiesta
de la Tradición,
pero también debido a la edad de esas chicas y muchachos, ya más
preuniversitarios que simples secundarios. La charla, que comenzó con algunas
dudas respecto a mi identidad como nieto de “Don Buena”, ahora se había
polarizado en dos únicas opciones: o se respetaba la tradición a rajatabla (es
decir, en toda la línea: música, lenguaje, aspecto, etc.), o se rompía con ella
por la adquisición voluntaria o forzosa de elementos de otras tradiciones
culturales. Nótese la complejidad del asunto que estos jóvenes se habían lanzado
a discutir por su cuenta, mientras “los panelistas” casi ni interveníamos. Sólo
lo hicimos al final, para apoyar la intervención de un muchacho que sostuvo que
acaso resultaba inevitable vestirse con un pantalón de “jean” pero que,
mientras uno supiera quién era en términos culturales, eso no significaba el
quiebre con la propia tradición. Si no me equivoco, de aquel encuentro salimos
todos contentos, tanto los que supuestamente sabíamos, como los chicos y chicas
que terminaron hablando de una aguda preocupación cultural que necesitaban
examinar grupalmente.
Días
más tarde, asistíamos a los preparativos del Ballet Huaco para su gran noche en
el escenario Tito Capdevila, y se me ocurrió que podíamos repetir la
experiencia. Esta vez fue en la
Agrotécnica de Huaco con unos chicos de segundo año del
secundario. En otras aulas del colegio se ensayaban las danzas que llevarían al
anfiteatro de Jáchal y, el clima general era de pibes y pibas yendo y viniendo
con absoluta libertad por todo el colegio. Por eso, cuando nos presentamos
(esta vez no estaban Hebe ni José) parecía que no había “clima” y que los
chicos estaban “en otra”. Sin embargo, sólo se trataba de una cuestión del
tiempo necesario para entrar en confianza. Una vez lograda la familiaridad necesaria,
una de las adolescentes se animó a preguntar: “¿Para qué nos sirve a nosotros
Buenaventura Luna?” Debo confesar que su requerimiento me tomó de sorpresa,
sobre todo porque estos jóvenes están formados en el amor al “Poeta” -como
ellos le llaman- y a todo lo que representa para ese pueblo. Pese a mi asombro,
comprendí que la pregunta de esa niña representaba si no a todos, al menos a
buena parte de sus compañeras y compañeros. En función de este reclamo de
“utilidad”, pensé en señalarles algunos aspectos pocos conocidos de la vida del
huaqueño. Reseñé su trabajo para los medios chilenos durante 1952 para apoyar
la concreción de la ruta entre San Juan y La Serena, en función de los múltiples beneficios de
integración estratégica en las áreas económica y comercial, y también por el
desarrollo industrial y de puestos de trabajo que ello iba a traer a la región,
y que al no concretarse volvió a condenar a sus habitantes (o sea, a los
abuelos de esos jóvenes) a la mera subsistencia. Recordé también aquellos argumentos
cinematográficos de Eusebio Dojorti que no llegaron a filmarse, pero mediante
los cuales se proponía retratar la comarca, su modo de vida, sus costumbres,
los modos del habla de sus paisanos, sus anhelos y pasiones. Señalé que, de
haberse realizado las filmaciones, las mismas hubiesen significado el acceso de
Huaco -en clave de ficción- al archivo fílmico nacional, y que dicha presencia,
cincuenta años después, todavía seguía pendiente.
Como
se observa, iba contestando a los ponchazos. Pero el tema del cine me dio la
pauta de cual era la mayor “utilidad de Buenaventura Luna” de la que podían
servirse aquellos adolescentes. Los invité a mirarse los unos a los otros, y a
descubrir la semejanza entre ellos y sus ídolos del cine, la televisión y la música,
rubios como Brad Pitt o blondas como Britney Spears, o sus émulos del
firmamento local. No tardaron nada en “descubrir”, por decirlo así, que el
parecido era nulo. A partir de ahí pudimos empezar a hablar de la diferencia
entre colgar un póster en la pared o poner un espejo: el póster nos
obliga a una identificación que nos aleja de nosotros mismos, mientras que el
espejo nos habla de quiénes vamos siendo cada día de nuestras vidas. Y ahí se
entendió, me parece, la fortuna de contar con un Buenaventura Luna que les legó
un espejo digno en el cual aprender a reconocerse para, siendo culturalmente
tan ricos como son, no creerse menos que nadie.