Cada viaje a Huaco es como un regreso al calor
primordial de los afectos y al impulso vital de las empresas que nos reclaman.
Fuimos a Jáchal para el Segundo Encuentro de Cultura Popular, y retornamos urgidos
de proyectos compartidos. Uno de ellos, nos llevó a revisar una vez más los
papeles de Eusebio Dojorti que Olga Maestre, su compañera, preservara y nos
legara. Fue así que nos topamos con este bello escrito de despedida a
Buenaventura Luna, dos páginas que no llevan firma, pero de las que, aún a
riesgo de equivocarnos, diremos que parecen fluir de la maravillosa pluma de Manuel
J. Castilla.
Yo
hablo, yo le voy a hablar don Buenaventura en nombre de los amigos lejanos, de
esos que no lo conocían y que lo querían hondo. En nombre de esos que se lo
imaginaban fuerte y recio cuando escuchaban su voz. Porque yo, como ellos, sabía
oírlo hablar de la tierra del vino, de los hombres, de la patria, y como ellos
comencé a quererlo.
Y
bueno. Uno a veces tiene que conocer a los hombres, mano a mano, pecho a pecho,
vino a vino. Así nos conocimos hace unos cuantos días… Yo bebía por usted. Yo
hablaba por usted entonces, pero sus ojos tenían lengua, don Buenaventura.
Mejor dicho eran como una pala: iban cavando.
Ahora
usted ya no está conmigo. Ni con Portal, ni con Falú, ni con Vega, ni con
González ni con Álvarez, ni con Gasparrino. Usted está solo. Sola su alma. Y su
verso también. Y Huaco. Y San Juan y la guitarra. Usted anda con las estrellas
de la noche y la noche está llena de estrellas sobre nosotros.
No
sé por qué le hablo, Luna.
Uno
a veces quiere de golpe a los hombres y les habla. Les va diciendo las palabras
que ha cortado la muerte.
Es
como si le hablara de lejos, don Buenaventura. Como si fuera un verso suyo el
que le nombra. Yo sé que usted era amigo. Y de los leales. Tal vez más amigo
que uno. Usted brindaba su amistad como un vaso de vino y de canciones. Y uno
se lo tomaba entero, se lo tragaba todo y usted se nos iba vino adentro.
Yo
sé que estas cosas no le hubiera gustado oírlas, por modesto. Pero ahora yo sé
que las oye desde la noche lujosa de astros donde se halla.
Y
sé también que arriba, entre las estrellas, anda vagando lleno de polvaredas
sanjuaninas en medio de la noche. Porque la noche, Luna, era de usted. Le
pertenecía con la hondura conque siempre pertenece al amor.
Cuando
usted payaba, Luna, el pueblo cantaba.
Déjeme
decirle estas cosas. Usted se ha ido cantando y no cualquiera se va así. Usted
ha cumplido el destino más hermoso del hombre: cantar hasta la muerte. ¿Se
acuerda de esta copla?
Voy
a cantar una copla
por
si acaso muera yo,
porque
nosotros los hombres
hoy
somos, mañana no.
Ni
que la hubiera escrito usted.
Yo
podría hablar de otras cosas, ahora. Decir, por ejemplo, que usted era un
hombre honesto, un hombre bueno. Prefiero decir esto que es fundamental para el
corazón: usted era un hombre que cantaba. Yo sé que Martín Fierro me oye. Yo sé
que, en este mismo instante en que lo dejamos más solo que nunca, me oyen todos
los guitarreros del país. Yo sé que ahora, ya mismo, las guitarras se hacen de
llanto, los bombos se golpean el pecho y los cantores cantan para su alma.
Porque
arriba, también, los ángeles cantan.
Su
amistad me llegó como una mano abierta. Así se abrió su mano cuando se
despedía. Hay cosas que duelen don Buenaventura, y duelen hondo. Que la muerte
le haya ido estirando la voz hasta cortarla. La palabra con que usted vivía y
para la cual vivía.
Su
voz ya no estará más entre nosotros. Es ya solo un recuerdo, un río arenoso y
musical que nos corre por la memoria. Pero quedan sus versos. Sus décimas
llenas de fogones, de gauchos, de arrieros. Por ellas vamos a volver a andar
don Buenaventura, como por un largo camino.
Será
como si nos estuviésemos yendo por su corazón, hasta los campos del cielo.
Bueno
don Luna. Basta de llanto. Usted nos ha dejado. Nosotros lo seguiremos luego.
Arriba, el cielo donde ya habita, esta noche estará lleno de guitarras con
remolinos sanjuaninos.
El
vino será una estrella de sangre sobre todos nosotros.
Don
Buenaventura, hasta siempre.