Por Carlos
Semorile
Confieso
que cuando se inauguró la escultura de Buenaventura Luna en el Molino de Huaco
tuve sensaciones encontradas. Por un lado, quedé admirado por la maestría del
artista plástico Fernando Pugliese, pues el parecido con la figura evocada es
tan alto que resulta difícil sustraerse a su influjo. Dicho menos
rebuscadamente: es una escultura realmente muy bonita. Pero, al mismo tiempo,
quedé contrariado. El Buenaventura del Molino empuña una guitarra, y hubiese
preferido que se lo retratase escribiendo: en el primer caso, la imagen remite
a un cantor y/o a un guitarrero, y él no fue ni lo uno ni lo otro; en la
segunda posibilidad, se rescataba su faceta mayor, la de escritor y poeta, a la
par que se reafirmaba en la materia su credo en “la superioridad de la
palabra”. Tratando de encontrarle la vuelta al equívoco que puede provocar el
Luna abrazado a la guitarra, pensé que acaso sirviera para que se le prestase
atención a su vasta producción musical, muchas veces relegada tras la belleza
de sus poesías. Pero, como digo, era una solución de compromiso entre el deseo
y la realidad, entre la figura imaginada y la obra concluida.
Pasaron
los meses y en la red vi pasar muchas fotos de quienes elegían retratarse con
“Don Buena”, imágenes de turistas, de admiradores y aún de “fanas” del
huaqueño. No puedo decir nada de ellas, tan parecidas a cualquier otro hito en
la vida fotografiable de los viajeros. Hasta que ayer apareció una imagen
distinta, una foto que me conmovió y que es el motivo de estas líneas. En ella
hay dos changuitos, uno más grande que, obediente, mira muy serio a la cámara,
y otro más pequeño que observa a Buenaventura con el intacto asombro de sus
años de niño chiquito. También se deja ver una joven, acaso la madre o una tía,
o una hermana mayor que hace todo lo posible por acomodar a los pequeños, pero
la pureza de la foto está más allá de sus afanes: está en los ojos de ese
inocente que parece esperar que ese hombre que está al lado suyo comience a
cantar en cualquier momento. No lo va a hacer, claro, pero él está ahí, en el
instante en que el canto es posible y, al mismo tiempo, es posible escuchar una
voz que exprese, “entre bandas inmensurables de silencio, la cultura”.
Lo que quiero decir, bastante más allá de un debate que se generó –y del que participé- en torno al tema de la guitarra (y que se quedó bastante chato entre la voluntad de daño de algunos, y la pura inmediatez y la sola premura de los medios), es que todos somos ese niño y su inocencia. Todos entramos al mundo de nuestros mayores por alguna vía, y a partir de allí hay que comenzar a remontar la cuesta. En este sentido, Buenaventura Luna es un referente al que hay que ir conociendo por capas -el músico, el glosador, el letrista, el poeta, el escritor, el militante, el pensador nacional-, como de seguro harán estos hermosos changos de la foto. Para eso sirven estas esculturas, aún con sus fallos, para dejar una marca en la piedra y permitir que la memoria, los relatos orales, y finalmente los libros hagan su trabajo de develamiento de la figura y aparezca plenamente el pensamiento de un hombre en el devenir del tiempo y al calor de la historia. Y ahí, en ese instante de revelación, volver a pensar todo de nuevo. Como lo hizo el propio Eusebio Dojorti, para alcanzar el conocimiento de que los dueños de