Vayan, en este 9 de Julio, estas reflexiones
que Buenaventura Luna mecanografió –en uno de sus famosos “papeles sueltos”-
como introducción para el vals “Los Últimos Gauchos”:
“Tuve
en mi pago, en un tiempo,
hijos, hacienda y mujer.
pero empecé a padecer…”
Es el gaucho. Hijo de aquel que anduvo
contrapuntiando malambos de muerte tras el poncho de Balcarce, tendido como una
bandera de redención a todo viento.
Un
día se cinchó el culero y se ciñó la vincha -esa misma vincha de la doma y la cuadrera
allá en las pampas- porque sabía que el galope iba ser largo…, hasta la mesma
boca de los cañones españoles. Y se terció a la espalda la guitarra, porque a
eso iba: a cantar los cielos de la revolución, las cifras de las marchas
esforzadas, las bagualas de la victoria en los campamentos de Belgrano, en los
fogones gloriosos de Martín Güemes, gaucho siempre y General a ratos…
Y
otro día…, en la Posta de Humahuaca sofrenó el caballo sobre la rota artillería de
La Serna, sobre astillas de fusiles y cañones…, y tantió la rienda, pa´
volverse a la querencia, al rancho perdido cuatrocientas leguas adentro de su
pampa grande…
Volvía
con la vincha tinta en sangre y el cuero en gracia de las cicatrices, pero
traía soles de gloria en el culero!... Y la guitarra llena de sonoros himnos
victoriosos… Y el drama es ese: porque después, los civilizadores sin pueblo,
los dirigentes sin masa argentina lo condenaron porque no podían soportar en él
–tan sencillo y tan creyente y tan patriota- la presencia abrumadora de su
grandeza y de su gloria. Los avergonzaba…
Un
comisario le arrancó la vincha, le quitó el cuchillo, le robó el culero de los
soles inmortales de Tucumán y Salta… Y el drama es ése:
“Al
ranchito lo quinché
cuando golví de la guerra…”
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