Por Carlos
Semorile
“El verso siempre recuerda que fue un arte
oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto”. Jorge Luis
Borges.
¿Qué tradujo Buenaventura Luna?
Pongamos un ejemplo: como sus antepasados irlandeses, Dojorti se ocupó de
traducir los nombres de la toponimia regional, comenzando por los de Huaco y
Jáchal, originarios de los pueblos capayanes y yacampis de la nación diaguita
que hacia 1608 fueron desplazados por los españoles -en el mismo momento en que
el jefe del clan Dougherty caía combatiendo a los británicos para impedir la Plantación del Ulster
con colonos ingleses y escoceses-.
¿Qué otra cosa tradujo Dojorti?
Tradujo la biblioteca de su padre cuando dijo que “muy posiblemente la
verdad de la historia está más en las cruces de los llanos, que en los borrones
de los libros”. Para
llegar a traducir de este modo, había prestado su oído a dos tradiciones en
pugna: la de su abuelo que “anduvo en armas parando montoneras”, y
la de los labriegos y
arrieros de los fogones, que mantuvieron viva y palpitante la memoria los
caudillos montoneros que pasaron por Huaco.
Años más tarde, reivindicaba “mi frotamiento personal con los arrieros,
labriegos y pastores de mi tierra, analfabetos, sí, a los cuales siempre tuve
por cultos en despecho de modales que a los cultistas podían parecerles
rústicos o bárbaros”. Como puede verse, otra traducción que deviene de la
resignificación de los códigos establecidos.
En esa línea, llegó a reformular
el conocido dilema sarmientino entre civilización y barbarie, y lo hizo de un
modo que lo sitúa como un traductor avezado: “Una forma de civilización puede derrumbarse y se derrumba; pero la
cultura no. A la larga el hombre siente la necesidad de buscarse en lo
nacional, en sus cantares y en sus coplas”.
Desde esta comprensión, tradujo
su atenta escucha del habla popular y la plasmó en cuentos, poemas y canciones.
El país discutió con beligerancia el problema del “idioma nacional de los
argentinos”, y Buenaventura participó desde un lugar subalterno en ese debate
en torno a una lengua nacional emancipada: sostuvo que el idioma del paisano es
el soporte de una sabiduría popular que no debe oírse como “ruido”, sino
escucharse como discurso soberano.
Mientras fue traduciendo, y sin
dejar de hacerlo en ningún momento, llegó a estar en plena posesión de sus
capacidades retóricas, ya fueran las de la palabra escrita, hablada o cantada. Al
igual que sus ancestros irlandeses, Dojorti creía en el poder de la palabra: “yo estoy con los que creen que el de la
palabra es el arte supremo (…) Si no fuera por la palabra (…) el hombre no
hubiera experimentado jamás la necesidad de pensar. Ella no sólo lo ha liberado
sino que lo ha elevado por sobre el instinto, aproximándolo a la noción
milagrosa (…) a la sublime idea salvadora de la existencia de Dios”.
Y porque nunca olvidó que la
palabra fue primero un arte oral, e inclusive antes fue canto, mejoró mucho de
lo que se ha escrito al respecto y lo tradujo en estos versos sublimes:
“Yo tengo de la palabra
sentido claro y diverso.
A veces se me hace canto
porque la entiendo a la vida
como una canción perdida
en medio del Universo.”
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