Por Carlos
Semorile
Cada
mañana, al filo de las once y cinco, sopla una brisa distinta en el aire de la
amplitud modulada de Radio Nacional. Se trata del espacio que Adalberto Flores ha
conquistado a fuerza de tangos, milongas, valsecitos y también algunos ritmos
criollos de nuestro folklore. Pero esta es sólo una parte del cuento, pues don
Adalberto se ha metido en el corazón de los oyentes, quienes esperamos sus
palabras tanto como sus discos. Suele llegar al estudio fatigado y mal comido,
pero aún así afloran sus formidables reservas de ternura cada vez que presenta
un tema. La voz se le enciende mientras instruye al público sobre un tanguito
olvidado y sus “circunstancias”: la orquesta y el cantor, el año en que fue
grabado, los nombres del autor y el compositor, alguna anécdota de su rica
historia, etcétera. Cuando la presentación concluye, adviene un instante
conmovedor cuando Adalberto se esfuerza por indicarle la “entrada” al joven
operador, y pega el grito: “Dale, pibe!!!”
Mientras
la canción gira, los radioescuchas comienzan a dejarle al amigo Flores mensajes
de gratitud junto con urgidos pedidos de que pase tal o cual tema de su
preferencia. Y de ser posible -agregan- que sea la versión de fulanito o
menganita. Es notable: para que todos estos reclamos pudiesen ser atendidos,
sería necesario ocupar varias horas de programación. Sin embargo, al regresar
de la música, el viejo Adalberto se dedica a rescatar alguna frase del tema
escuchado y a reflexionar en torno a ella. Los asuntos de su discurso
apasionado son universales (el amor, el desamor, la muerte, el coraje, la
pasión), pero su tono emotivo es eminentemente argentino. Acaso suene
candoroso, pero Adalberto Flores se parece a la música que elige y representa,
y su filosofía de barrio nos acerca siempre a la orilla más amorosa de la vida:
la que propone la caricia a tiempo, el abrazo hermano y la palabra justa como
un modo sencillo de la dicha.
El
fenómeno de Adalberto me ha hecho pensar, más de una vez, en una crónica que
Juan Agustín García escribió en los tiempos en que la música criolla -sin
discriminar- se daba cita en los centros tradicionalistas de inicios del Siglo
XX: “He recorrido con bondad y paciencia lo que se siente en esos centros populares.
El espectáculo es interesante. Se encuentran emociones muy intensas y bien
traducidas en un verso armonioso, español, pero muy argentino: con mucho sabor
local (…) La guitarra es, en todos estos cantos, el símbolo de la patria; de
una patria más suave y dulce, que no viene rodeada de banderas y músicas de
clarines”. La figura que logra el autor de
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