Eusebio de Jesús Dojorti – Buenaventura Luna
Huaco, 19 de enero de 1906 – Buenos Aires, 29 de julio de 1955
Eusebio Dojorti
nació en el seno de una familia acomodada, dueña del Viejo Molino y de vastas
extensiones de tierras, un porvenir con el que acaso soñó John Dougherty, el
prisionero irlandés de las Invasiones Inglesas de 1806 que decidió forjarse un
destino suramericano. En un boceto de su poema “Mis agüelos”, escribió su tataranieto:
“Mentaba el un mi agüelo feroces alegrías
de audacias marineras -el ala al estribor-
(… ) Yo vine a ser arriero, viniendo de los mares
tirado en una vela de aquellas irlandesas”.
Se crió en el
campo donde conoció de primera mano los padecimientos de los desheredados, y escuchó
y atesoró los modos del habla popular, y entendió que la vida del pobrerío no
aparece en la historia oficial sino que está inscripta “en las cruces de los llanos”. Siendo muy joven recorrió de punta a
punta el país argentino, y asumió su índole trashumante: “Tal vez porque nacieron, como yo, campesinos, mis hermanos se aferran
a sus predios trigueros (…) Yo emigré de la tierra y elegí los caminos”.
Antes de que
su nombre trascendiera desde el periodismo y la política, trabajó en lo que
pudo: “Pueblo soy,
primero, por infinito, insobornable amor al semejante; y, después, porque he
sufrido la experiencia de casi todos los oficios”. Se sumó a las luchas por cambiar los ejes
del debate político y cultural de su provincia y luego de la nación porque
entendía que “el pueblo criollo de la
república (…) viene siendo víctima” de un sistema jurídico “que legisló rara vez sin proponérselo, para
aniquilarlo. Para aniquilarlo, sí. Porque de 1853 arranca (…) la invasión
económica extranjera del país”.
Aunque se alejó de la política partidaria, siempre ejerció la militancia cultural: “Lo que vas a escuchar ahora es el resultado de mi frotamiento personal con los arrieros, labriegos y pastores de mi tierra, analfabetos, sí, a los cuales siempre tuve por cultos en despecho de modales que a los cultistas podían parecerles rústicos o bárbaros”. Comprendió que la cultura representaba un reclamo de futuro, y por ello llegó a reformular el conocido dilema entre civilización y barbarie: “Una forma de civilización puede derrumbarse y se derrumba; pero la cultura no. A la larga el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas”.
Cimentó su pensamiento sobre una matriz cultural mestiza, alejada tanto de un indigenismo purista como de un españolismo de cuño conservador. Buenaventura Luna cultivó el “lenguaje sencillo y emocional” de las canciones, y logró que las audiencias gozaran de “la palabra embellecida por la inflexión humana del sentimiento en el misterio del aire” porque siempre creyó que “el de la palabra es el arte supremo”:
“Yo tengo de la palabra
sentido claro y diverso.
A veces se me hace canto
porque la entiendo a la vida
como una canción perdida
en medio del Universo”.
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