El Pensamiento de Buenaventura Luna

Eusebio de Jesús Dojorti, popularmente conocido como Buenaventura Luna, fue un destacado folklorista sanjuanino nacido en 1906 en Huaco y fallecido en 1955 en la ciudad de Buenos Aires. Pese a que éste es su perfil más conocido, su trayectoria pública tuvo muchas otras facetas: fue militante político, periodista, escritor costumbrista; creador, director y productor artístico de grupos de música nativa; libretista y animador de sus propios programas radiales; poeta, músico, letrista y recitador. En cada una de estas áreas puede rastrearse una rabiosa piedad política por el semejante, por el hombre y la mujer humildes del país argentino, por la Justicia Social. Este blog intentará dar cuenta de la originalidad y la riqueza que Dojorti/Luna desarrolló en su infatigable laborar en el ámbito de la Cultura Popular: una reflexión que puede enmarcarse dentro del Pensamiento Nacional pero también, y a la vez, un pensamiento propio. Un Pensamiento Dojortiano.

jueves, 8 de julio de 2010

Los orígenes. Un soldado irlandés llamado John Dougherty.

Por Carlos Semorile

 

Tal vez la mejor manera de comenzar a hablar de Buenaventura Luna sea conociendo la peculiar genealogía del verdadero apellido del poeta sanjuanino. Cien años antes de su nacimiento, su tatarabuelo había llegado al entonces Virreinato del Río de la Plata formando parte del plan de anexión que significaron las Primeras Invasiones Inglesas. Claro que John Dougherty, que así se llamaba este tatarabuelo de Eusebio Dojorti, era un simple soldado irlandés al que imaginamos siendo embarcado por razones ajenas a su voluntad rumbo a un destino desconocido.

 

En Irlanda habían fracasado recientemente dos rebeliones contra el opresor inglés (las de 1798 y 1803), y los vencidos fueron incorporados mediante leva forzosa a las fuerzas británicas como, por ejemplo, las del célebre Regimiento 71 que formó parte de la intentona en América del Sur. De modo que a este John Dougherty le tocó llegar a la remota Buenos Aires bajo las órdenes de los oficiales ingleses que ocuparon la ciudad para regocijo del “Times”: "En este momento Buenos Aires forma parte del Imperio Británico”.

 

Mientras cosas como estas se escribían en Londres, soldados como Dougherty estaban cuidando los intereses de su Majestad en esta parte del mundo: la mercadería que los ingleses habían traído para vender en América, las vidas de las familias que originalmente iban a colonizar el África del Sur y ahora lo harían en el Río de la Plata, el Fuerte en el que estuvieron a punto de ser volados por las minas con las que un grupo de catalanes pensaba deshacerse del grueso del ejército invasor. Seguramente supo de las deserciones de sus compatriotas y del bando que emitió Beresford para intentar frenarlas a toda costa. Conocería de cerca, y desde antes, esa levadura que iba a influir decisivamente en las cruentas jornadas de agosto de 1806: el odio al conquistador. Como tantos otros, peleó en la ciudad exasperada, se replegó en la Plaza Mayor y, finalmente, entró a la Fortaleza antes de que la multitud la rodeara y estuviera a punto de tomarla por asalto. Rendición mediante, salió del Fuerte y cruzó la Plaza hasta el Cabildo para depositar frente a Liniers el arma que los ingleses le habían hecho empuñar en pos de conseguir y asegurar “nuevos mercados”.

 

Mientras el irlandés John Dougherty, ahora prisionero de los patriotas, permanecía “internado” en la ciudad de San Juan, “la Defensa” de Buenos Aires venía a sumarse a la Reconquista, y juntas se convertían en la peor derrota británica durante el período de las Guerras Napoleónicas. Sin embargo, su Ministro de Guerra nunca había creído que la estrategia pasase por lo estrictamente militar: el Memorial de Henry Castlereagh postulaba que “la apertura a nuestras manufacturas” se lograría por la vía de un imperialismo de índole comercial, sin ocupación territorial. Eso es lo que se piensa y se proyecta en Inglaterra mientras que aquí, tras la victoria, humanitariamente se les permite a los prisioneros decidir si regresan o si se quedan.

 

El prisionero John Dougherty, como tantos irlandeses -católicos o no- prefirió quedarse, y en los años que siguieron su nombre se castellanizó de John a Juan y su apellido se acriolló como Dojorti. Nacieron entonces los hijos de Juan Dojorti y de María Cabot, pariente del Teniente Coronel Juan Manuel Cabot, futuro Comandante de la División del Norte del Ejército de los Andes.

 

Casi un siglo y medio más tarde, Buenaventura Luna retrataría ese tiempo de la epopeya de un pueblo cuyos conductores fueron “los Belgrano, los San Martín, los Güemes, los Carreras, los O´Higgins, los Freire, o los Manuel Rodríguez, o los Balcarce que, de un modo u otro, hicieron posible la posterior y resultante independencia política y jurídica de nuestras naciones”. Como se observa, la independencia económica había quedado pendiente desde que los empréstitos rivadavianos nos entregaron sometidos al interés británico. El “librecambio” comienza a inundar el interior de manufactura inglesa y a llevarse nuestras materias primas en bruto y sin trabajo agregado a través de una red ferroviaria distorsionada. La tierra que el bisabuelo de Eusebio había comprado en Huaco, la que sus abuelos habían trabajado durante el ciclo próspero del engorde de ganado -destinado a las minas vecinas de Chile, Bolivia y Perú-, y en el que inclusive habían restaurado un viejo molino harinero que atendía la demanda de varias provincias a la redonda, era la misma tierra que languidecía cuando su padre, Ricardo Dojorti, luchaba para que el tendido de la vía férrea los dejase “entrar en el progreso”. Don Ricardo moriría sin ver terminadas las obras del ferrocarril a Jáchal, la ciudad que lo tuvo como su primer intendente. Pero acaso ese destino lo amparó de un trago todavía más amargo porque, cuando finalmente llegó, el trazado no formaba parte de una red, sino que era una “estación terminal, casi vía muerta: el ferrocarril llevó mercaderías baratas y Jáchal ya no tenía qué exportar, ni condiciones competitivas con los productores del Litoral”. Su hijo, el precoz Eusebio Dojorti, llegaría a la comprensión de que la semicolonia beneficiaba a unos pocos. Al resto, necesariamente, los “deprimía”:

 

La expresión “Provincias Unidas del Sud” es anterior a nuestra actual denominación de República Argentina, justamente porque las provincias son anteriores a la Nación, al punto que ésta resulta de la unión de aquellas. Y al  hablar de esa unión, nuestros padres -los que por fin de tantas luchas plasmaron las formas jurídicas de la patria-, no lo hacían por mero devaneo literario ni por cálculo diplomático. Lo hacían porque, en efecto, la unión espiritual de las provincias entre sí, fue mucho más estrecha en los primeros años de la organización nacional, que en la actualidad. Si bien se observa, hoy por hoy cada provincia se halla comunicada a la Nación, pero por intermedio del cordón umbilical, o de los varios cordones umbilicales de Buenos Aires, a cuyo puerto se orientan casi exclusivamente todos los caminos, como al vértice de un inmenso abanico. Antiguamente, era intenso el tráfico entre Cuyo con la llanura del Este o con las provincias del Norte, del Centro y del Litoral. De Cuyo salía el vino, las pasas, el aguardiente, mientras llegaban a la región los ganados de Córdoba, el azúcar y otros productos de Tucumán, todo ello mediante un activo tránsito de arrieros o reseros de las distintas zonas afectadas. El ferrocarril ha desalojado al caballo y ha traído el flete caro. De modo que, en rigor, y en lo que se refiere al hombre de pueblo pobre, de abajo, Tucumán, por ejemplo, está mucho más lejos para los sanjuaninos de ahora que para los de hace setenta años. Ni ferrocarril ni otros medios de locomoción modernos son accesibles al provinciano del pueblo, que en otro tiempo “acortaba” efectivamente las distancias, no obstante el paso lerdo de sus mulas cargueras. De todas suertes, el hecho que observamos demuestra el empobrecimiento del criollo que se queda rezagado en su patria próspera.


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