Yo hablo, yo le voy a hablar don Buenaventura en
nombre de los amigos lejanos, de esos que no
lo conocían y que lo querían hondo. En nombre de esos que se lo
imaginaban fuerte y recio cuando escuchaban su voz. Porque yo, como ellos,
sabía oírlo hablar de la tierra del vino, de los hombres, de la patria, y como
ellos comencé a quererlo.
Y bueno. Uno a veces tiene que conocer a los hombres,
mano a mano, pecho a pecho, vino a vino. Así nos conocimos hace unos cuantos
días… Yo bebía por usted. Yo hablaba por usted entonces, pero sus ojos tenían
lengua, don Buenaventura. Mejor dicho eran como una pala: iban cavando.
Ahora usted ya no está conmigo. Ni con Portal, ni con
Falú, ni con Vega, ni con González ni con Álvarez, ni con Gasparrino. Usted
está solo. Sola su alma. Y su verso también. Y Huaco. Y San Juan y la guitarra.
Usted anda con las estrellas de la noche y la noche está llena de estrellas
sobre nosotros.
No sé por qué le hablo, Luna.
Uno a veces quiere de golpe a los hombres y les
habla. Les va diciendo las palabras que ha cortado la muerte.
Es como si le hablara de lejos, don Buenaventura.
Como si fuera un verso suyo el que le nombra. Yo sé que usted era amigo. Y de
los leales. Tal vez más amigo que uno. Usted brindaba su amistad como un vaso
de vino y de canciones. Y uno se lo tomaba entero, se lo tragaba todo y usted
se nos iba vino adentro.
Yo sé que estas cosas no le hubiera gustado oírlas,
por modesto. Pero ahora yo sé que las oye desde la noche lujosa de astros donde
se halla.
Y sé también que arriba, entre las estrella, anda
vagando lleno de polvaredas sanjuaninas en medio de la noche. Porque la noche,
Luna, era de usted. Le pertenecía con la hondura conque siempre pertenece al
amor.
Cuando usted payaba, Luna, el pueblo cantaba.
Déjeme decirle estas cosas. Usted se ha ido cantando
y no cualquiera se va así. Usted ha cumplido el destino más hermoso del hombre:
cantar hasta la muerte. ¿Se acuerda de esta copla?
Voy a cantar una copla
por si acaso muera yo,
porque nosotros los hombres
hoy somos, mañana no.
Ni que la hubiera escrito usted.
Yo podría hablar de otras cosas, ahora. Decir, por
ejemplo, que usted era un hombre honesto, un hombre bueno. Prefiero decir esto
que es fundamental para el corazón: usted era un hombre que cantaba. Yo sé que
Martín Fierro me oye. Yo sé que, en este mismo instante en que lo dejamos más
solo que nunca, me oyen todos los guitarreros del país. Yo sé que ahora, ya
mismo, las guitarras se hacen de llanto, los bombos se golpean el pecho y los
cantores cantan para su alma.
Porque arriba, también, los ángeles cantan.
Su amistad me llegó como una mano abierta. Así se
abrió su mano cuando se despedía. Hay cosas que duelen don Buenaventura, y
duelen hondo. Que la muerte le haya ido estirando la voz hasta cortarla. La palabra
con que usted vivía y para la cual vivía.
Su voz ya no estará más entre nosotros. Es ya solo un
recuerdo, un río arenoso y musical que nos corre por la memoria. Pero quedan
sus versos. Sus décimas llenas de fogones, de gauchos, de arrieros. Por ellas
vamos a volver a andar don Buenaventura, como por un largo camino.
Será como si nos estuviésemos yendo por su corazón,
hasta los campos del cielo.
Bueno don Luna. Basta de llanto. Usted nos ha dejado.
Nosotros lo seguiremos luego. Arriba, el cielo donde ya habita, esta noche
estará lleno de guitarras con remolinos sanjuaninos.
El vino será una estrella de sangre sobre todos nosotros.
Don
Buenaventura, hasta siempre.
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