El Pensamiento de Buenaventura Luna

Eusebio de Jesús Dojorti, popularmente conocido como Buenaventura Luna, fue un destacado folklorista sanjuanino nacido en 1906 en Huaco y fallecido en 1955 en la ciudad de Buenos Aires. Pese a que éste es su perfil más conocido, su trayectoria pública tuvo muchas otras facetas: fue militante político, periodista, escritor costumbrista; creador, director y productor artístico de grupos de música nativa; libretista y animador de sus propios programas radiales; poeta, músico, letrista y recitador. En cada una de estas áreas puede rastrearse una rabiosa piedad política por el semejante, por el hombre y la mujer humildes del país argentino, por la Justicia Social. Este blog intentará dar cuenta de la originalidad y la riqueza que Dojorti/Luna desarrolló en su infatigable laborar en el ámbito de la Cultura Popular: una reflexión que puede enmarcarse dentro del Pensamiento Nacional pero también, y a la vez, un pensamiento propio. Un Pensamiento Dojortiano.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Día del Pensamiento Nacional. Cuatro cosas sobre Arturo Jauretche y Eusebio Dojorti

Por Carlos Semorile

 

A pedido del compañero y amigo Ricardo Acebal, escribo estas pocas líneas en las cuales, si la fortuna me acompaña, quisiera establecer una línea de proximidad entre las ideas de Arturo Jauretche y Eusebio Dojorti/Buenaventura Luna. Es apenas un esbozo sin otra pretensión que la de rendir homenaje a los hombres del Pensamiento Nacional, en especial a “San Jauretche”.

 

En su Manual de zonceras argentinas, Jauretche explicaba los mecanismos de formación de una conciencia que niega valor a lo propio: “La idea no fue desarrollar América según América, incorporando los elementos de la civilización moderna, enriquecer la cultura propia con el aporte externo asimilado, como quien abona el terreno donde crece el árbol. Se intentó crear Europa en América trasplantando el árbol y destruyendo lo indígena, que podía ser obstáculo al mismo para su crecimiento según Europa y no según América. La incomprensión de lo nuestro preexistente como hecho cultural o mejor dicho, el entenderlo como hecho anticultural, llevó al inevitable: todo hecho propio, por serlo, era bárbaro, y todo hecho ajeno, por serlo, era civilizado. Civilizar, pues, consistió, en desnacionalizar… Identificar a Europa con la civilización y a América con la barbarie, lleva implícita y necesariamente la necesidad de negar a América para afirmar a Europa, pues una y otra son términos opuestos: cuanto más Europa más civilización; cuanto más América, más barbarie, de lo que resulta que progresar no es evolucionar desde la propia naturaleza sino derogar la naturaleza para sustituirla. De ahí nace la autodenigración, típica expresión del pensamiento colonial”. 

 

En 1932, luego de su enfentamiento con Federico Cantoni por el viraje conservador del Bloquismo que se había aliado a Justo, escribe Dojorti en el Manifiesto inaugural de la Unión Regional Intransigente:

 

Lo que quisiéramos nosotros, según el espíritu de nuestras instituciones y de nuestras leyes, es ser europeos, artificial y jactanciosamente europeos, en vez de eminentemente argentinos -como debemos y tenemos la obligación de ser-. De ahí que cuidemos más el ser hospitalarios y acogedores con las poblaciones extranjeras, cuando, en rigor de justicia, lo que correspondería es comenzar siéndolo con la población criollo-nativa nuestra, que, si se quiere, no acusará el grado de progreso -ese grado de progreso extranjero que para el paisano argentino significa el hambre, el despojo y la miseria, pero que es, sobre todas las cosas, nuestra, sangre de nuestra sangre, o, como lo reclama la vigorosa expresión popular, “lonja del mesmo cuero”. Esta cuestión debiera parecernos clara: aquella población extranjera es accesoria y, por lo tanto, fácilmente evitable; la nuestra es permanente e ineludible. Como en el adagio, “la caridad bien entendida empieza por casa”. Por ese afán desmedido de trasplantar poblaciones extrañas, a nuestro suelo, hemos caído en la enorme desventura de aniquilar y matar lentamente a las poblaciones nuestras, las que -sin duda por falta de organización- ya venían careciendo del pan que, presuntuosamente, estábamos ofreciendo a los extraños.

 

En Los profetas del odio, Jauretche desasnaba respecto del proceso de colonización pedagógica: “Ahora los intelectuales procederán en su gran mayoría de las clases medias, preferentemente de origen inmigratorio. También tendrán acceso muchos hijos de la clase principal pobre de provincia; rota la estructura de la sociedad tradicional también parecerán como intelectuales gentes criollas que ascienden de los estratos de la plebe, antes incomunicados con los medios de ilustración. La ideología liberal que ya no es patrimonio de un grupo social exclusivo se expande hacia los elementos intelectualizados de las nuevas clases ampliando masivamente su base de sustentación. La “colonización pedagógica” que desde la escuela derrama sus presupuestos intelectuales y su desconexión con el país cumple con su tarea. A medida que pasa de la simple alfabetización a la formación de intelectuales va cumpliendo con mayor eficacia sus objetivos, conforme a la idea que ya citamos expresa Mantovani, de la función de la enseñanza que debe extraer del pueblo sus elementos más calificados para llevarlos a la posición dirigente. A ésta acceden en la medida en que responden a la modelación prevista. Así la cultura, al cambiar de asentamiento social, es un instrumento de consolidación del sistema. El intelectual, por el hecho de serlo, se siente distinto del pueblo de que proviene, conforme a la idea de civilización y barbarie con que lo ha adoctrinado la colonización pedagógica que continúa operando aún más eficazmente sobre él, según se eleva en el plano cultural. El intelectual de las nuevas extracciones ya incorporado a las mismas premisas de la vieja “intelligentzia” se siente depositario de una misión cultural: adecuar el país a la imagen preestablecida y que sigue siendo de imitación para asimilar el país al modelo propuesto. Como sus predecesores parte del supuesto de la inferioridad de lo nacional, cuya superación sólo se logrará por la transferencia de los valores de cultura importados. En ningún momento pensará en la posibilidad de que éste la genere. Así, por su condición de intelectual se siente diferenciado de la multitud de donde proviene. Desprecia toda empiria y constatación del  hecho local como posible fuente de conocimientos porque como a sus predecesores, que lo enseñaron, lo que le interesa no es la realidad preexistente sino la transferencia, es decir, el esmalte cultural superpuesto a toda posibilidad original. Prácticamente adquiere ante lo nacional y popular la actitud peyorativa del anterior intelectual de la clase principal”.

 

En sus audiciones radiales, Luna también llamaba a no caer en la “falta de fe en nosotros mismos y (en) un sentimiento de inferioridad que nos hace subalternizar siempre la propia obra a los modelos extranjeros”:

 

Nosotros los argentinos, amigos que me escuchan, constituimos un fenómeno de mala información histórica y, por ello mismo, de pésima educación política. Nos han mentido, amigos. Nos han persuadido maliciosamente de que nosotros, los criollos, somos indolentes y vagos: nos han convencido de que somos ignorantes e ineptos, incapaces de vivir dentro de un tecnicismo al que se considera superior e incapaces de asimilarnos a toda forma de cultura.

 

Su tarea, como la de don Arturo, consistía en combatir la colonización pedagógica, y mostrar la verdadera historia del país argentino:

 

 “Así se escribe la historia

                          de nuestra tierra, paisanos:

                          en los libros… con borrones,

                          y con cruces en los llanos.”

 

Es decir, que muy posiblemente la verdad de la historia está más en las cruces de los llanos, que en los borrones de los libros. Que me perdonen, entonces, los intelectuales, si yo me sigo ateniendo más a las “cruces de los llanos que a los borrones de los libros”. Yo no soy un jurista: soy un hombre de mi tierra y vengo de la multitud; de la multitud de ahora y de la multitud que ha sido en todo el tiempo que abarca nuestra historia. Por eso, porque soy pueblo (y ningún título podría honrarme más) me interesa este trabajo ingrato y duro de andar destruyendo mentiras históricas, engaños seculares, fraudes criminales, que todavía se empeñan en mantener como verdades irrefutables los que conspiran -a veces sin saberlo, por mera inconciencia nomás- contra la salud de nuestros hijos y contra la grandeza de la Nación.

 

 “A mi rancho lo quinché,

                          cuando golví de la guerra.

                          Y ahora decreta el juez

                          que al ñudo lo trabajé,

                          que ya no es mía esta tierra...”

 

He ahí la verdad de la historia, he ahí la verdad del drama nacional, he ahí la verdad de la tragedia del hombre del país, del anónimo y humilde, del nativo multitudinario en el tiempo, cuyo canto, a través del tiempo, cobra vigencia incontrovertible porque esta verdad estaba en el fondo de su alma. Y esa es la verdad del drama tremendo del nativo argentino: él hizo el país y la Libertad de otras patrias, porque así era de indomable y tenaz la fuerza de su brazo revoliador de lanzas y diestro en el manejo del trabuco (…) Pero después de todo eso, ¿qué nos ha quedado? Después de todo eso, sólo nos ha quedado la verdad del anónimo canto popular, del anónimo canto popular que no muere ni podrá morir mientras en nuestra tierra no se haga justicia al pobre, al nativo, al nieto de aquel guerrero sin fatigas.

 

Esta defensa del criollo nativo como arquetipo del argentino, nos recuerda cuando Jauretche decía: “Hay muchos “tradicionalistas” que propician el monumento al gaucho pero se oponen al “Estatuto del Peón”. Es que una cosa es el gaucho muerto y otra el gaucho vivo”. Y alertaba: “Abunda la gente de esta laya”. Pero Dojorti/Luna también había visto que el futuro del país se jugaba en el ´45, y no dudaría en explicar desde el micrófono la raigambre cultural del Movimiento Nacional:

 

 “Silencio en campo infinito,

                          y en la asolada heredad

                          una mujer con su hijito

                          y el susurro de un bendito

                          en la triste inmensidad.”

 

Hace cien años, señores intelectuales, a que es ésta la realidad del país y yo no me dirijo a Uds. porque los considere culpables, hablando con estricto sentido de la actualidad argentina. Uds. ya han perdido el derecho de ser culpables, por lo mismo que durante cien años de holganza fueron los culpables de la impotencia del criollo contra el aparato jurídico de símil extranjero que Uds. le inventaron, y, luego de hacerlo matar por los comisarios bravos, también fueron culpables de la viudez de la mujer argentina, a la que Uds. han pretendido en vano -en vano, felizmente- sobornar, envenenar y prostituir en perjuicio del país. El peronismo, señores intelectuales, es el resultado de sus cien años de holganza aristocrática y de su desprecio por las angustias del hombre humilde y de la mujer humilde del país. Por eso, el peronismo -que aparentemente nace como un elemento convulsivo o revulsivo en la vida del país- el peronismo es toda una revolución que busca en lo interno enlazarse a las primeras, a las verdaderas, a las más hondas causas de existir de la Nación Argentina. Por eso, y porque no hay Nación fuerte sin pueblo fuerte, porque no puede haber una Argentina grande sin argentinos, sin la salud física y moral de los argentinos, por eso, Juan Domingo Perón aparece en la vida política y social argentina -caracterizada por aquella blanda indolencia de cien años- levantando la bandera de la Justicia Social, que es lo mismo que decir la justicia para el pobre, para el manso, para el argentino humilde y sufrido de cien años de incomprensión y de indiferencia política y social.

 

De Buenaventura podría decirse lo que Jauretche dijera de Homero Manzi: “Se nos perdió en el mundo de la noche (…) para trabajar por el país donde mejor podía hacerlo”. En su caso, la radio; desde donde, en 1948, decía:

 

Yo no quiero condenar al pasado, porque no quiero una sola sombra sobre esta alegría, tan nuestra y tan argentina, de sentir que todo es nuestro bajo el cielo argentino: los ferrocarriles, los gasoductos, los diques, los puertos, los teléfonos y, sobre todo, la alegría de saber de que podemos ofrecerle al mundo un rincón de paz y una posibilidad de recobramiento dentro de las viejas leyes filosóficas y morales: un rincón de paz y de recobramiento, que por primera vez no está hipotecado ni sujeto a la dictadura del oro extranjero. Un rincón de paz argentino, nuestro para un mundo que se ha desangrado, justamente, porque fingiéndose sometido a la disciplina de un sabio vivir, solo contempló los aspectos materiales y materialistas de la existencia. Y todo ese trabajo inmenso de armonización, es obra de Perón (…) Hemos logrado, finalmente, una Argentina justa, una Argentina de paz: una Argentina que, siendo propicia al esfuerzo de todos los hombres del mundo, ha llegado también a ser propicia al mejor anhelo de sus hijos, que no ha consistido nunca sino en llegar a vivir con dignidad dentro de la concepción cristiana del deber, del derecho y la justicia. Ya nos hemos recuperado. Ya somos Nación. Ya hemos dejado de ser colonia sometida a la influencia de potencias extranjeras. Ya somos Nación, amigos: ya somos Nación libre, efectivamente libre y soberana ante el confuso concierto del mundo de esta hora. Es decir, que ya somos responsables de un destino. Constituimos un país que ha alcanzado, con su autonomía económica y política, la plenitud de todas sus potencias espirituales.

 

Podríamos seguir y hablar, por ejemplo, de cuando Jauretche diferenciaba entre el nacionalismo reaccionario (que “se parece al amor del hijo frente a la tumba del padre”) de las posiciones nacionales (que “se parece al amor del padre junto a la cuna del hijo”), y referirnos a cuando Dojorti hablaba de pasar de la soberanía nacional al nacionalismo latinoamericano. Pero nos pasaríamos del espacio asignado, y preferimos cerrar con aquella idea de Luna tan clarita (“Una forma de civilización puede derrumbarse y se derrumba; pero la cultura no”), porque ella denuncia que el dilema no es entre civilización y barbarie: la verdadera batalla es entre la civilización de la oligarquía y la cultura del pueblo. No es otra cosa, creo, lo que Jauretche nos dejó como legado. 

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